De Diario de la errancia. Elogio del viaje (2020, La docta ignorancia)
«Me gusta la frase de un explorador –escrita en el hielo–
cuando moría: ‘no lamento este viaje’».
Georges Bataille
Freud contemplaba incrédulo el paisaje de la Acrópolis: «¿Acaso esto de verdad existe?».
Yo contemplaba el río Duero con la misma incredulidad. Otros paisajes quizás habían sido más deslumbrantes, más majestuosos. Nunca sabemos con exactitud qué tipo de belleza puede conmocionarnos. Imposible también calcular las coordenadas íntimas, subjetivas, que se trazan en el encuentro con esos paisajes. Algo aconteció por fuera de las probabilidades, de lo previsible. Algo me hizo caer desde la cima misma del deleite.
Si el río nunca es el mismo, tampoco lo es quien lo contempla. Frente al río Duero, yo no era la misma que había mojado los pies con cautela religiosa en el río Arrayanes, ni la que había naufragado en la orilla del Sena.
¿Había llegado, como Freud, demasiado lejos? ¿Se trataba, acaso, del cumplimiento de «un deseo de intensidad avasalladora»? ¿Qué fue, para mí, un padre en ese instante de extravío?
Las preguntas fueron otras: cómo se enloquece en tierra extranjera, cómo regresar desde ese lugar al que me precipitaba. La respuesta frente a la locura siempre es la huida. Yo corrí. Tropecé cuesta arriba, por las calles empedradas y empinadas que me devolvían a la ciudad. Busqué amparo de la inmensidad. Del río infinito que se abría frente a mí.
Viajar es siempre imposible. Viajar es nadar contra la corriente, contra todo pronóstico. Viajar es siempre llegar demasiado lejos. Viajar es, también, el peligro de no saber cómo volver. Pero nunca lamentar el viaje.
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