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Sección: Micrófono abierto

María

María nació en Martínez, zona norte en el año 2000. A lo largo de su vida se ha topado con múltiples intereses que le dificultaron la elección de la carrera y trabajo idóneo a futuro. Actualmente, tras abandonar la carrera de bioquímica en la UBA trabaja en una librería y se dedica a escribir. Planea comenzar estudios en ciencias humanísticas y sociales y en los últimos años ha logrado finalizar la edición de dos manuscritos y sus posibles segundas partes y espera el momento ideal para publicarlos. Busca la controversia, los temas incomodos y tabúes de los que nadie quiere hablar pretendiendo pinchar los globos idealistas de una sociedad inconformista con lo afilado de la pluma.
07/12/2021

Me golpean en la noche

Ahí estaba entonces con mi grupo de la facultad, haciendo la fila para recibir los cafés instantáneos y caros de una conocida cadena de cafeterías que no puedo mencionar porque simplemente no quiero pagarle a ninguna de esas marcas vacías, pero para que se ambienten, tiene un logo verde con una criatura que hasta el día de hoy no se define ni en las más arduas discusiones qué carajos es, aunque parece hacer alusión a una especie de fémina y algunos afirman que es una nereida…

En fin, el señorito escuálido que se nota que no entiende nada, ni si quiera por qué tiro cv ahí, porqué fue a la entrevista cuando lo llamaron, por qué aceptó el puesto, o cómo se ató el delantal en la espalda en la mañana, empieza a gritar los nombres de los vasos (mitad de los cuales los dice mal) y entonces de a uno, mecanizadamente nos dirigimos a la mesa a engullir, parlotear y hablar de las estupideces de la facultad, como no podía ser de otra manera en otra de tantas tardes en la esquina de la cafetería cuyo color de excelencia “verde” se sitúa a dos cuadras de la calle Junín.

Todos parecían muy animados con la charla sobre el laboratorio de inorgánica y los cuadros de solubilidad e insolubilidad y los tubos con bromo y todas esas cosas. No es que no fuera genial, es que días como esos donde como me decía una profesora de secundario me despierto “más vehemente” que otros días, de verdad que un gráfico mal dibujado en una hoja milimetrada que va a ser desaprobado por un viejo cascarrabias que solo nació para exponer su radiante título de química en no sé qué, no es lo que acapara mi atención.

De todas formas, los escucho, no es que no. Solo que estoy cansada… y vehemente… y prefiero mirar la escena alrededor. Y entonces veo que ingresa un señor que debe de andar por los treinta o los cuarenta, no sé cuan generosa soy la verdad, igual canas no tiene. Lleva unas bermuditas y una camperita de river, yo diría que tiene frio y las zapatillas rotas no lo ayudan. Se inclina en cada mesa y no puedo escuchar desde donde me encuentro lo que dice pero estoy segura de que pide algo para comer o alguna ayuda, sobre todo por la reacción de las gentes que no solo se hacen hacia atrás con asco sino que lo miran con desdén, negando con la cabeza y muchos otros directamente intentan no verlo o no hacer contacto visual como si por verlo a los ojos se fueran a convertir en piedra, (cosa que irónicamente ocurre de manera inversa) y bambolean la mano como si con eso intentaran espantarlo.

El hombre sigue avanzando por las sillas hasta llegar a la larga mesa del fondo con altos taburetes donde estamos nosotros. Como siempre, (casi como por si llegase a ser necesario escapar) estoy sentada en la punta de la mesa y el señor se acerca a mí. En verdad, a todos nosotros, pero personalmente que lo vi desde que ingresó al local ridículamente art déco, sentí que se acercaba a mí. Ni si quiera empieza con el pedigüeño exordio que sin si quiera saber de dónde, aparece una compañera del flaquito que no entiende nada y le dice de mala gana que cómo puede ser, que otra vez, que ya le han dicho que no puede pedir, ni siquiera entrar al local y que se tiene que ir inmediatamente. La horda de compañeros universitarios observa la escena con ojos bovinos como si estuvieran de acuerdo con este personaje de delantal y decido bajarme del taburete.

-Descuide señora, el hombre está conmigo. – Le digo a la empleada de mi misma edad que de señora no tiene nada, pero tengo un poquitín de ánimos de ofenderla y tomo al tipo por los hombros y comenzamos a caminar, animándola a alejarse. El rebaño de compañeros me mira con los ojos desorbitados, algunos con la boca abierta y yo me alejo con el hombre hasta el mostrador mientras le hablo en el oído procurando que la gente no escuche mucho o nada de lo que le pregunto. -Decime, ¿Vos tenes hambre de verdad? ¿Vos estas en la calle y tenes hambre o hay alguien que te manda a pedir guita? – El hombre no quiere mirarme y me rechaza con los ojos exactamente igual que las gentes lo rechazaron a él tan solo minutos antes… “ya sé… ya sé que feo se siente…” pienso, pero no le digo nada.

-No, no, tengo hambre toy acá la vuelta juntando cartones. – Entre que me dice estas pocas palabras, llegamos a la vidriera de comida y le señalo las opciones.

-Elegí algo que te guste, dale. -Le digo aun hablándole cerca, tomándolo por los hombros, como si fuera un viejo amigo o un colega cualquiera. El tipo me mira por primera vez y duda, tiene cara de no entender, pero me mira tan rápidamente que no logro entenderlo yo y entonces le repito: -Dale, si realmente tenes hambre fíjate lo que quieras y pedímelo. -Le digo mientras que le voy señalando las comidas y le cuento lo que son, a pesar de que sé que el comprende de que se trata cada cosa. Es simple cuestión de animarlo. Por fin me pide dos sándwiches de jamón y queso tostaditos y un pan de queso.

Caminamos juntos hacia la caja, pido por él lo que me dijo que quería y procedo a pagar. El hombre mira con curiosidad dentro de mi billetera sin disimularlo, pero como si en verdad no quisiera hacerlo y descubre que entre papeles de banco y tickets ya gastados a los que no se les puede leer las letras, cuento los billetes para llegar al monto total que la chica de la caja espera ansiosa e incluso tengo que terminar contando monedas, pero llego. La mujer de delantal verde me mira de mala gana, como si ahora quisiera no solo que el hombre se marche inmediatamente del local, sino que me marche yo con él. De repente, ya no soy bienvenida en el lugar verde de las nereidas y estúpidos muebles art déco horribles, incomodos y artísticamente incomprendidos.

No fue necesario esperar en la barra la mitad del tiempo que esperamos cuando entré con mis compañeros y el flaquito que no entiende nada me da los paquetes atolondradamente a mí, como si el hombre que me acompaña no tuviera identidad y alejándonos un poco de la concentración de gente de la barra, le entrego los paquetes mientras lo acompaño a la salida.

-Dale – Le digo. -Aprovecha a comer ahora que está calentito. -Mientras agarra los paquetes, puedo notar sus uñas que guardan tierra debajo y sus dedos percudidos. Me dan ganas de fregarlos con jabón, dulcemente y hacer espuma para quitarle toda la suciedad y que el sienta la suavidad de su piel. La suavidad que se esconde debajo de todo eso que lleva y me mira asintiendo con la cabeza.

-Gracias, gracias. Muchas gracias. -Repite una y otra vez sin pronunciar la “s”, asintiendo con la cabeza y cuando sale, apoya las bolsas en el estante de hierro enclenque y mal cortado de un carro gigantesco lleno de cartones y se aleja. Lo observo un momento antes de volver a entrar y como si fuera una madre enojada que quiere retar a sus hijos por comportarse indebidamente tras despedir una visita, intento mirar de mala gana y con mi peor cara a todos y cada uno de los empleados del local, pero todos están muy compenetrados en sus tareas y casi tranquilos, como si de repente se sintieran libres de amenaza.

Vuelvo a la mesa y antes de que mis compañeros me digan nada, tomo todas mis cosas y me voy. Me voy sin decir nada. No estoy enojada, (no con ellos), pero tampoco estoy feliz y ahora mismo no quiero hablarles. No quiero hablar con nadie, no quiero verlos, por sobre todo no quiero verlos a ellos ahora mismo y empiezo a caminar hacia la parada de colectivo. Tengo un largo viaje hasta el conurbano, el conurbano viejo, donde nací, donde crecí, donde aprendí…

A la noche cuando ya estoy en la cama lista para dormir, no puedo evitar llorar. El hombre vuelve a mi cabeza y vuelve con lluvia… Aun quiero enseñarle la suavidad de sus manos, pero ya está tan lejos de mí, ya esta tan lejos de todo, que incluso pienso que en los sucesivos días de facultad, de cafetería y de clases tampoco voy a volver a verlo y comienzo a extrañarlo, casi podría decir. Lloro, y lloro porque el recuerdo me golpeó en la cabeza como un bumerán que cada vez que vuelve, golpea más fuerte y recuerdo el viento gélido de las noches de caminata eterna, de pies doloridos y de agua helada que gotea de las nubes, de las nubes más altas… De tres monedas sucias y de mirar con ganas los carteles de comida. De la chapa del techo que ruge con fuerza y lloro y lloro y el hombre no sale de mi cabeza, porque también recuerdo la molestia de los dedos pegajosos y la mugre entre los pliegues de la huella, ese polvo amarronado que no se va nunca… ¡Y que ya no quiero ver más! Y lloro y lloro… Por suerte me quede dormida antes del golpe más fuerte.

Los días comienzan a pasar y ahora, aunque mis compañeros no estén, me acerco en soledad al café art déco y me siento cada día en un nuevo lugar aleatorio, como una viuda de alguna historia de piratas que cada noche visita el mismo bar. Espero y espero, pero no lo veo llegar. Efectivamente y tal como pensaba, no iba a volver. Ahora, también comparte lugar con el recuerdo. Otro día que camino cansinamente a la parada del 118, otro día de tren hasta san isidro… ya no valía la pena que continuara esperando porque no iba a volver a aparecer allí. Ahora, solo puedo esperar su golpe en algún recuerdo que doy por perdido, que en alguna noche me encontrará a mí desprevenida y otra vez, como los nenes, seguramente lloraré cuando sienta el impacto de la contusión.

 

María

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2 Comentarios

  1. Julia

    Excelente relato de una realidad, a la que por distintos motivos…no vemos, Gracias Belén!!!

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  2. Paula

    Muy buen relato, deja en evidencia la indiferencia y la poca empatía de los seres humanos.

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